martes, 14 de abril de 2015

Prólogo II

Prólogo II


En el mismo lugar, yacían dormidas las dos doncellas más hermosas que aquel mundo había visto jamás. Las dos habían causado adoración, furor, envidia y odio a su paso, sin embargo no podían ser más diferentes. La primera lucía una cara fina, aristocrática, como si estuviese hecha de porcelana. Su cabello era largo y rubio y se rizaba en las puntas, enmarcando un cuerpo de sugerentes formas bajo un lujoso vestido azul. La segunda, por el contrario, aparecía toda envuelta en una gruesa capa, como si tratase de protegerse sin éxito de la muerte que la acechaba. Su cara aniñada y angelical mostraba unos labios ligeramente fruncidos, como si no estuviese teniendo un sueño agradable. Unos labios rojos como la sangre.
En el mismo lugar, dos apuestos príncipes se preparaban para dar el beso de la salvación, el beso de amor que despertaría a las doncellas de su eterno sueño. El primero se secaba el sudor de la frente. El segundo se secaba una lágrima.
En el mismo lugar, en la cima de la montaña más alta del reino, sucedieron dos milagros. Pero no sucedieron en el mismo tiempo.
-Escuchad. Cuentan que hace mucho tiempo, cuando el Gran Reino no era sino pequeños reinos enfrentados en una constante lucha de poder, en el reino más pequeño de todos nació la que iba a ser la princesa heredera. No era ninguna novedad, con tantas familias reales en el territorio nacían y morían nobles constantemente. Pero esa niña prometía ser especial, pues no una, sino tres hadas madrinas acudieron a su presentación a la sociedad. Flora, la mayor de las hadas le concedió el don de la belleza y la gracia, profetizando que sería la joven más bella que el mundo hubiese visto jamás. Fauna, el hada mediana, le otorgó el don de la voz más hermosa y melodiosa que el mundo hubiese escuchado jamás. Cuando Primavera, la más joven, iba a ofrecer su don a la princesa, irrumpió en el castillo la tenebrosa Maléfica, el hada más malvada y oscura de todos los tiempos. Por el puro placer de hacer el mal y de inutilizar los dones que las otras hadas habían concedido a la princesa, Maléfica anunció que su regalo a la recién nacida sería su propia muerte inmediata al pincharse con un huso cuando cumpliese los dieciocho años. Todos los presentes, incluidos los reyes entraron en pánico por la maldición que pesaba sobre la pequeña, pero ¿sabéis qué? Aún no estaban todas las cartas jugadas. La joven Primavera, algo inexperta aún, puso toda su voluntad en crear un contrahechizo; la princesa no moriría, sino que dormiría profundamente hasta que fuese despertada por el primer beso de amor. Pasaron los años y a pesar de las prevenciones y cuidados de las tres hadas, la princesa se pinchó el dedo con el huso de una rueca. Las tres hadas la vieron inconsciente en brazos de Maléfica segundos antes de que el hada oscura desapareciera con la princesa dejando tras de sí un eco de la risa más malvada y terrorífica. Maléfica voló hasta su castillo batiendo sus enormes alas de murciélago y se encerró con la princesa durmiente, creando un muro de espinos alrededor del castillo. Las hadas, a pesar de la tristeza que empañaba su corazón, mantuvieron la esperanza de que un apuesto príncipe o valeroso héroe venciese al muro de espinos y se adentrase en el castillo de Maléfica, en la cima de la Montaña Prohibida, pero pasaron los años y nadie parecía poder o querer romper la maldición. Los reyes envejecían cada vez más afligidos por el destino de su hija, y el reino parecía marchitarse con ellos. Las hadas, decidieron que para evitar que los reyes muriesen sin volver a ver a su bella hija, todo el reino dormiría hasta que la princesa despertase, y con ella despertarían todos. Siempre he pensado que debieron verle algo muy especial a esa joven para tomarse tantas molestias. Pasaron los años, en ese reino dormido, hasta llegar a los cien. El día que se cumplían cien años desde el secuestro de la princesa, el valiente príncipe de un reino vecino se aventuró a traspasar el muro de espinos, pues había oído leyendas sobre que en un castillo en lo más alto del Reino Dormido (como se le llamó durante esos cien años) yacía la joven más bella que el mundo había visto jamás. Siempre determinado, con su fuerte espada logró cortar una a una las ramas de espinos, pero cuando creía que ya lo había superado todo, apareció un enorme dragón que escupía veneno y que llevaba cien años hambriento del héroe que se atreviera a intentar rescatar a la princesa cautiva. Pero el príncipe no estaba solo. Las tres hadas madrinas bendijeron su espada, haciéndola pura como el corazón de su portador, y así el galante príncipe venció al horrendo dragón. El resto, como se dice, es historia. Un beso de amor verdadero, una fiesta por todo lo alto y muchas perdices para todos. Y por eso, hermanos míos, estamos hoy aquí, en la cima de lo que antaño fue la Montaña Prohibida, quién sabe cuántos siglos después, esperando un milagro.
El hombrecillo que había relatado la historia se sacó el sombrero, igual que hicieron sus seis acompañantes. Se arrodillaron frente al ataúd de cristal que le habían construido a su fallecida amiga y rogaron en silencio que sucediera lo imposible.
Lo imposible llegó siete días después montado sobre un caballo blanco. Era un galante joven de porte majestuoso que aseguraba llevar tres años buscando a la doncella de piel blanca como la nieve.
-La vi cantando mientras recogía agua de un pozo -explicó afligido-. Estaba cantando una canción, con esa voz que hacía palidecer a los jilgueros y los ruiseñores, una canción que hablaba sobre encontrar el amor. En seguida supe que hablaba de nosotros. Cuando la vi de cerca vi que sus mejillas y sus labios eran tan rojos como la sangre, del color de la pasión más pura. Llevo tres años deseando besar esos labios… Y ahora está aquí. Ya nada puedo hacer por ella. Debí haber confiado en el amor que sentí al verla por primera vez y haberle confesado mis sentimientos entonces. Ahora ya es tarde.
De los ojos azules del joven salieron dos gruesas lágrimas que centellearon bajo el sol antes de perderse en su suave mentón.
-Quién sabe -dijo el hombrecito que había contado la historia- Quizás no sea tarde aún.
-Sí -concordó otro de los hombres de mala gana-. No te digo que no lo hicieras mal, porqué lo hiciste. Y seguramente si no hubieras dejado pasar tu oportunidad, Blancanieves seguiría viva. Pero creo, y hablo por todos, que nadie puede negarte ese beso.
El chico se encogió de hombros dudoso, pero recuperó pronto su porte regio y se dispuso a besar a la joven que dormía profundamente en el ataúd de cristal.
El resto, como se dice, es historia.

 



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